domingo, 11 de septiembre de 2011

DOÑA MERCEDES

Todos los días a eso de la una de la tarde tenía que entrar a la iglesia, menos los sábados y domingos, que yo me veía fuera del alcance de sus zarpas.
Todos los días Doña Mercedes me obligaba a acompañarla a "hablar con el señor". Alguna vez incluso a misa y allí me veía yo observada de reojillo por aquella octogenaria con una mala uva de narices y una altanería a prueba de bombas. ¡Pues menudo reojo tenía!

A las doce tenía yo que haber terminado todas las tareas domésticas porque a esa hora ella ya se estaba vistiendo para salir. Apenas me daba tiempo de ponerme los zapatos y adecentarme el pelo y ya estaba ella compuesta y tiesa con el bastón de empuñadura de plata en la mano, esperándome junto a la puerta del ascensor.

Primero visita (o revista) a todas las tiendas del barrio. Eso no me disgustaba, claro. Después a la carnicería o a la frutería o a la pescadería... y siempre para dejar bien claro que ella se merecía el mejor y más exquisito trato, que su marido había sido "caballero hospitalario" y no sé qué más cruces franquistas. Amén de tener dos hijos catedráticos, que por todos los sitios lo decía.

Aquel día llevábamos pescadilla.

Las puertas de la parroquia estaban abiertas de par en par ese día. "Qué raro", me dije.

-Doña Mercedes, a ver si es una boda... -le dije al verla tan dispuesta subiendo la escalinata.
Lo dije por decir porque por más que buscaba el coche de los novios, yo veía aquello muy tranquilo.
Cuando entramos a la iglesia casi me da un soponcio.
Allí, en el pasillo central, ante un señor muy serio vestido como una mesa camilla brillaba un ataúd.
A izquierda y derecha los familiares sentados en los inquisitoriales bancos, lloriqueando y lamentando. Y yo con la pescadilla.
No podía creérmelo.
"Mujer, reza hoy en tu casa... ¡menudo corte!", pensaba yo. Pero ¡qué va! Doña Mercedes del sagrado corazón ya estaba dispuesta en un banco con los ojos mirando al altar o a la mesa camilla ¡yo qué sé!
Y yo con la pescadilla. Me dio pena y la acomodé dignamente a mi vera, esperando que no se notara el olor a fresco...

Aquello se me hizo eterno. Yo miraba a la gente vestida para la ocasión, al muerto que seguro todo le daba igual y a la señora Doña Mercedes tan pancha.
Una carcajada me empezó a presionar en el pecho en un intento por no soltarla. Era surrealista. Hubo quién nos miró extrañado y eso hizo que me sintiera más incómoda.
"¡Que yo no conozco al señor este!, ¡que quiero irme de aquí!"
Y la pescadilla sobre el banco, que como empezara a destilar...

Después de unos minutos Doña Mercedes me miró con esa cara de estar contemplando un insecto y me dice: "Vete para casa y ve preparando el pescado"
Yo, envuelta en una compulsiva intención de agradarla siempre le dije: "No, no se preocupe... tendría que cruzar sola la calle"
Pero Doña Cátedra se quedó, estática, digna, seria y compungida ante la escena.

Y yo, más ligera que el viento me fui a la calle con la pescadilla dando saltitos de alegría sintiendo el sol en la cara.