viernes, 7 de octubre de 2022

MI ENCUENTRO CON EL EDITOR DE BOLAÑO

 MI ENCUENTRO CON EL EDITOR DE BOLAÑO

En ocasiones, las casualidades cubren la realidad de estupor. Tanto es así que, en efecto, puede paralizarse la capacidad de reacción o, con suerte, se ve lentificada.
Esto es lo que me ha sucedido esta tarde en Cádiz, cuestión que ha llevado mi pensamiento en volandas por veredas espinosas hasta este mismo momento y que me ha hecho cruzar los dedos como colegiala que no sabe a ciencia cierta si ha sido pillada «in fraganti», deseando que, la persona que vi en la esquina de la Plaza de las Flores, no oyese mi crítica tajante hacia su argumentación expuesta en la reciente actividad celebrada por la universidad. 
Resultó que, una persona asistente a la conferencia de ayer, a cargo de Ignacio Echevarría, me llamó esta tarde por teléfono. Yo caminaba desde la zona de Plaza de Abastos hacia la Plaza de las Flores, pasando cerca de las mesas que, la legendaria cafetería «La Marina», tiene dispuestas junto a su Fachada. Pues bien, en el preciso instante en el que yo decía la frase (a viva voz y con claridad): «A ningún escritor le gusta que le metan las tijeras a sus textos...», dando así argumento a mi pensamiento y contrariando una de las cuestiones que Ignacio Echevarría defendió ayer tarde en UCA, casi rocé a mi paso una de las mesas de «La Marina», en concreto la que estaba justo en la esquina, visualizando al mismo señor Ignacio Echevarría solo, sentado allí, disfrutando de lo que me pareció una bien servida bandeja de tortillitas de camarones. El hombre alzó la vista al instante, como gesto curioso, quizá por ser testigo involuntario de la vocalización de una serie de palabras para cuyo significado conjunto él poseía una firme y opuesta convicción. Inmediatamente le reconocí y quise que me tragase la tierra, aunque en seguida deseé buscar una excusa verosímil para sentarme a su lado, conocerle mejor y debatir sobre el trabajo de los editores -si es que él considerase que hubiera algo que debatir-.
Me hubiese gustado decirle mi nombre, enseñarle mi libro «Condominios» y pedirme una cerveza. Pero continué, azorada, colgada al teléfono, confiándole a mi interlocutor misterioso lo que acababa de ocurrir. Estoy completamente segura de que Ignacio Echevarría no me reconoció, pero oírme sí me oyó. Me sorprendió que estuviese solo, pareciéndome entrañable verle disfrutar con tanta celeridad de una receta gastronómica tan nuestra. Me gustó. Creo que este será uno de los únicos escenarios en mi vida literaria en el que comparta una «mirada» con un editor, habida cuenta de que, hasta hoy, nunca me ha llamado ninguno, ni siquiera para intercambiar puntos de vista.

¡Ave, César(es)!