¿Para qué estamos en el mundo? El crecimiento y el amor son transversales al dolor: nada crece si no duele. "Las personas que no han sufrido son como iglesias sin bendecir", versaba el poeta Luis Rosales.
El dolor, por tanto, es la semilla que gesta nuestro viaje; en ella crecemos, como en un útero legítimo. Es extraña a nuestros egos, porque pensamos que nadie merece sufrir. Dios "llora" nuestro dolor como un padre lamenta el sufrimiento de un hijo, pero sabe que forma parte de un plan inevitable y mayor.
Estamos en el mundo para crecer, para caminar un trecho de Alfa a Omega. Cada paso es un aprendizaje nuevo, cada dolor es un nacimiento...
Sólo olvidar orar en cada instante del aprendizaje entristece; Dios habla a través del dolor y el humano sufrimiento nos ciega para la oración.
Yo no he parado, sin embargo, entre gruesas lágrimas, de pedir una tregua a mi dolor físico en los últimos tiempos. Casi sólo esa oración, tal vez un "gracias, Padre, por la vida, por la oportunidad...", y se diluía mi conexión ante los tormentos de mis huesos y nervios, y me olvidaba, y me olvido. Me empeño en prender aquella luz de su presencia, no obstante, entre las brumas del horror que estoy pasando le digo: "aunque tenga que ir toda mi vida con una muleta, pero quítame el dolor, Padre" y desear morir entrevera esa petición...
Cada vez peor, cada vez más encorvada, más despacio, más dolor, cada vez, más cárcel de desesperación, de pastillas y fisioterapia barata. Cada vez más cerca de Omega, pero infinitamente lejos de tan sólo pensar en llegar, encerrada en un cuerpo que no se tiene en pie.
"¡Dios, no me dejes!", son las únicas palabras que salen de mi garganta, mientras trato de llegar a las pastillas, arrastrándome por la casa.
¿Para qué estamos en el mundo? ¿Podré contar un palmo de mi espíritu más crecido o no lo soportaré y la depresión vendrá antes?
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