miércoles, 14 de abril de 2010

PASEO HASTA SOLAGITAS





A eso de las doce de la mañana Manuela intentaba convencer a Pilar de que debía ir a su excursión. Parapetaba sus argumentos tras una voz ronca y monótona. Se atusaba una y otra vez la falda, concentrando en algún momento sus ojos chicos sobre una arruga rebelde.




Dividía yo mi atención entre una y otra, apostando a que ganaba la obstinada Pilar, cuando se acercó Carmen de nuevo con su abanico de cupones.




-¡Vamó niña, compramé uno...!




Antes de que pudiera contestarle, Pilar estiró su mano menuda interviniendo el aleteo del abanico.




-¿Tiene er quinze?-preguntó.




-Po no. Er quinze no. Pero...-Carmen repasó concienzudamente sus cupones- ¡Mira!... er zetenta y zinco... Er zetenta y cinco tengo..., y der tré que zé que te gusta tengo el ochenta y tré...




Tras la operación de venta, Manuela reanudó su retahila de maravillas sobre Chipiona.




-Mira vamo aí a vé a la Vigen de Regla, y ar cementerio a vé a Rocío Jurado. Vendremo tempranito tita, vente joé... Le quito er tique a un muchacho y te lo doy pa tí, pero ná má que tengo uno... mira que lo ví dejá zin tique ar muchacho. ¡Pilá, puñeta!-Manuela no se daba por vencida.




-¿Pero que ví a jacé yo zola en la e´curzión? ¡que no, que no!...




-¡Y la joía, po no vía está yo contigo, que me pongo contigo a comé y tó...!




-¡Papá...!-Carmen estiró el cuello intentando atisbar al interior de la tasca. -¡Vamo pa fuera papá que ya´ta aquí lautobú!





La línea uno del urbano de Chiclana llegaba más o menos puntual a su parada de la "plaza", dejando sin distracción posible a la hilera de taxis aparcados enfrente.




Comenzaban a caer algunas gotas de lluvia, cuando Salvador reanudó el recorrido hacia el "Retortillo".




Carmen se había sentado junto a mí, en la parte de atrás, que ya llamamos "el gallinero" por ser el sitio idóneo para ir cocinando las conversaciones.




El padre de Carmen se quedó detrás del conductor, lejos de nosotras, pero cerquita de Manuela que ocupaba el primer asiento en la puerta de entrada.




Carmen me miró un instante poniendo los ojos en blanco mientras hacía un gesto de negación con la cabeza.




-Ya verá ahora...-me dijo.








Y no tardó mucho, la verdad. El anciano dispuso todas sus armas seductoras a los pies de Manuela.




-¡Ojú Manuela que guapíjima ´ta, hija!- soltó con dificultad. Su voz cascada denotaba gusto por ciertos placeres, aunque en aquel primer momento no supe predecir cuáles.




Manuela contraatacó sus galanterías con un riguroso recuerdo a su marido difunto...




-Mi marío era lo má güeno que za visto nunca. ¡Má güeno pá mí, porejito mío!-lamentaba.








En el gallinero la conversación se centró sobre el padre de Carmen, que se bebía hasta el agua de los floreros, según su hija. Y que, dicho por el mismo médico, si se le obligara a dejar la bebida, se moriría sin más...




-É lo que le mantiene vivo, créeme tú... -me decía.




Y reparé en los inmensos ojos azules de Carmen, en el rostro enjuto que los enmarcaba y en sus solitarios colmillos, que testimoniaban que los cupones no le daban para "lujos".




Me hablaba mientras observaba atentamente a su padre, y controlaba de manera precisa el despliegue galante del anciano.




Pilar, despertando de su concentrado cavilar chilló desde la parte de atrás del autobús...




-¡Jezúuuu!, ¿qué noj quiere tú a tú mujé ya Jezúuuu?




-¡Yo que vi´queré ni ví queré... que tá mu vieja ya joé!-espetó, girando con dificultad el cuello, intentando encontrar el rostro que le hablaba.




-¡Anda la mare que te parió, la mare que te parió!, con lo ca´bregao contigo mi madre y toavía zigue...-lamentó Carmen.








El autobús llegó a la parada de la Longuera, donde subió un matrimonio joven casi asfixiado por la carrera, y por el tabaco, claro. Portaban una enorme,... descomunal bolsa de plástico transparente llena de paquetes de "gusanitos", o lo que es lo mismo, el acostumbrado vicio de los que nos levantamos con el firme propósito de hacer la dieta y que sólo llegamos a las doce del mediodía...




La pareja se sentó cerca de nosotras, continuando casi instantáneamente la conversación suspendida por el ineludible y efímero trabajo de mirar de arriba a abajo a los nuevos viajeros.




Aún resoplando comenzaron a intercalar sus opiniones sobre el tema "padre de Carmen", intercalando sus recuerdos sobre las respectivas familias.




Ahí ya me retiro... aquí se conoce casi todo el mundo. Cuñados, primos y titos desfilaron por el gallinero, en su orden a veces, otras amontonados unos encima de otros, mientras el anciano seguía a lo suyo, y Manuela ofrecía un rosario de suspiros a cada piropo del viejo ligón.








En la calle "Jardines" tuvimos el honor de acoger en nuestra reunión vecinal a dos monjitas "Hermanitas de la Cruz", que tomaron asiento en el mejor lugar, a nuestro lado.




Como es costumbre en todas las congregaciones religiosas de clausura, tan sólo una es la encargada para hablar si se precisa, cuando salen a esas calles de dios a realizar su apostolado.




La encargada, santíficada por su velo negro, saludó alegre como una castañuela a la concurrencia. Mientras la otra, más joven y con velo blanco, se limitó a dirigirnos a todos y cada uno de nosotros, "gallineráceos" por casualidades de la vida, una mirada entrañable con los ojos más castaños, más grandes y más limpios que yo haya podido encontrar en mi vida.




Tal fue la impresión que me causó aquella mirada de inocencia, tan inusual como encontrarte con un perro verde, que por un minuto, tal vez dos, dudé seriamente sobre mi convencimiento de la no existencia de dios...




Un movimiento sísmico de vete a saber cuánto me sacudió de arriba a abajo con más efectividad que un purgante de los antigüos.




"A ver si va existir dios al final", me dije. "...porque esos ojos... ¿a dónde habrá que ir a por esos ojos?"




Menos mal que aquello duró poco. El misterioso efluvio de mi enamoramiento hizo "plop" cuando bajaron del autobús, dos paradas más arriba.




Pero antes, la monjita del velo negro participó en la conversación de Carmen la "instigadora", y con una gracia y un salero genuino sevillano le llamó "mala hija", a la pobre. Eso sin dejar su sonrisa en los refajos. Inquirió la necesidad absoluta de la oración por sus padres y por todos los enfermitos del mundo, y justo antes de bajar envueltas en un glamour maravilloso dedicó por último al anciano Jesús un "¡Ay, yayai!" que parecía una alegría de Cádiz, siendo ésta letra de soleá...








Todos callamos, otro suspiro de Manuela.




El muchacho de la bolsa con "gusanitos" fue quién rompió el silencio:




-¡Anda la moja...!-soltó.




Y mientras Manuela se bajaba del autobús, en la parada del "peligrozo", Carmen sentenció:




-Eza moja é jitana... y de zevilla ademá.








2 comentarios:

Carmen dijo...

Que gracioso Chari, yo no sé como se me había escapado, con la gracia que me hacen los diálogos escritos en andalú. Me he reído imaginando todos los personajes metidos en el amarillo...¿los conduciría mi hermano?...le via tené que preguntá.

Muy bien hija, muy bien escrito.

Cuenticiente dijo...

¡No me digas tú que tienes un hermano conductor de autobús aquí! Los conozco a todos, creo. Si te acuerdas háblale de una que siempre va "jalando" niñas, para arriba y para abajo todos los días. ¡Menudas "pajarracas" arman estas dos en el canario de Solagitas! Gracias por leer el post, ha pasado desapercibido. Errores que tengo todavía.